La música tiene muchas particularidades. Una de ellas, la de llevarte al pasado. Una canción puede hacerte recordar momentos vividos que bien podríamos haber eliminado -momentáneamente- de nuestras mentes.
De acuerdo con la Real Academia Española, es el arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente.
Familiares que ya no están con nosotros, viejos amigos, lugares en los que pasamos buenos momentos. La música tiene la magia de revivirlos.
Un Fiat Premio gris del año 93, la carretera y el paisaje campestre a mí alrededor, mis padres –más flacos y con menos canas-, mi hermana –aún niña- y varios cassettes amontonados en la guantera. Todo eso pasa por mi interior cada vez que escucho a Ricardo Montaner. Debo reconocer que en la actualidad me resulta un tanto desagradable. No me cae bien su cara regordeta y “retocada”. Tampoco me simpatizan sus últimos hits. Pero si en alguna radio pasan Déjame llorar me olvido automáticamente de todo eso. Estoy en el pasado, un lindo pasado.
El cassette de Ricardo Montaner -cuya cinta debía ser constantemente “reparada” con la ayuda de una lapicera- me remonta a mi niñez: viajes en familia, horas de carretera y de jugar al “veo, veo”. Mi padre haciendo “bobadas” para divertirnos a mí y a mi hermana; mi madre poniendo orden cuando nos aburríamos y comenzábamos a pelear. Las hermosas casas de Solís, el Nintendo y Mario Bros. Todos parte del ayer. Parte de una época ya lejana, pero a la que me gusta acercarme.
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