Además de las 50.000 personas que disfrutaron del mayor evento deportivo del Uruguay, fuera del estadio hay gente que lo “soporta” como puede.
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La previa a un clásico entre Nacional y Peñarol. Fanáticos de ambos equipos, vendedores de banderas y gorros, de maníes y garrapiñada; policías, coraceros, vecinos que nada tienen que ver con el fútbol, pero hoy sí. En horas se juega una nueva edición del súper clásico del fútbol uruguayo, lo que afecta tanto directa como indirectamente a la casi totalidad de nuestro país.
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Debido al amplio operativo de seguridad coordinado entre el Ministerio del Interior y Jefatura de Policía, ambas parcialidades deben acceder al Estadio Centenario por caminos preestablecidos. Los hinchas de Peñarol deberán ingresar por los accesos ubicados detrás de la tribuna Amsterdam, tanto los que van a esa tribuna como los que asistirán a las tribunas Olímpica y América. Por su parte, los parciales de Nacional lo harán por las calles aledañas a la tribuna Colombes. El estadio estará literalmente dividido en dos partes. “Es necesario hacer esto” explica Ariel Souto, un joven policía; “antes, cuando no se hacían estos operativos, todo lo que es Avenida Italia y Centenario era un campo de batalla”.
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Hoy, yendo por Avenida Italia y adentrándose en Las Heras, el amarillo y negro predomina por sobre los demás colores. Esa es zona carbonera. No parece ser “zona” de aquellas personas que a diario viven allí; la mayoría de las persianas están cerradas y no hay gente fuera de sus casas aprovechando el domingo de descanso. Los hinchas aurinegros -algunos- se encaminan al estadio, otros se entonan empinando un vino en caja. “Cada vez que juega Nacional contra Peñarol es lo mismo; esto no parece un partido de fútbol, parece guerra”, revela Rodolfo Aguel de 61 años, mientras un padre pasa de la mano con su pequeña hija, ambos vistiendo la blusa manya. “Las personas normales estamos obligados a cerrar las persianas, a no dejar a nuestros nietos jugar tranquilos en el frente. Todo por culpa de los violentos”; desde detrás de la reja de su casa -aislado de la zona destinada para los hinchas de Peñarol- Rodolfo denota indignación en sus palabras: “tienen que haber más policías, más detenciones, así se termina con todo esto”. Al parecer, los más de 1100 efectivos policiales destinados al evento no son suficientes.
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Avenida 8 de Octubre y Jaime Cibils. Sector tricolor. No se ve a nadie con colores aurinegros, es todo rojo, azul y blanco. Un grupo de veinteañeros caminan por la avenida rumbo a la sede del Club Nacional de Football, lugar de encuentro de la barra brava; cantan, gritan, fuman y toman alcohol sin importarles los probables controles de alcoholemia a los que podrían ser sometidos. “Vienen borrachos, algunos están tomando desde la mañana”, asegura Hilda Rocha, vecina que reside en la calle Jaime Cibils a una cuadra de la sede. “A la vuelta, cuando termina el partido es peor; siempre hay corridas, pedradas, vidrios rotos y problemas con la policía”; “a mi nieto, que viene siempre con el auto le pido por favor que lo entre. No va a ser la primera vez que algún coche se quede sin vidrios” agrega con propiedad.
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Más cercano al Centenario, Pablo Taboada de 36 años camina alrededor de su puesto gritando repetidamente y con voz grave: “¡banderas!”. “Tenés que estar atento de que no pase alguno de vivo y te quiera robar alguna”, cuenta Pablo mientras le da el cambio a un cliente. “Es un ambiente complicado, pero la mayoría es gente de bien, son los menos los malandros”. Pasa un padre con sus dos hijos y se lleva dos banderas de Nacional; “le guste a quien le guste hoy es cuando más vendemos” dice con una sonrisa.
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Hoy, yendo por Avenida Italia y adentrándose en Las Heras, el amarillo y negro predomina por sobre los demás colores. Esa es zona carbonera. No parece ser “zona” de aquellas personas que a diario viven allí; la mayoría de las persianas están cerradas y no hay gente fuera de sus casas aprovechando el domingo de descanso. Los hinchas aurinegros -algunos- se encaminan al estadio, otros se entonan empinando un vino en caja. “Cada vez que juega Nacional contra Peñarol es lo mismo; esto no parece un partido de fútbol, parece guerra”, revela Rodolfo Aguel de 61 años, mientras un padre pasa de la mano con su pequeña hija, ambos vistiendo la blusa manya. “Las personas normales estamos obligados a cerrar las persianas, a no dejar a nuestros nietos jugar tranquilos en el frente. Todo por culpa de los violentos”; desde detrás de la reja de su casa -aislado de la zona destinada para los hinchas de Peñarol- Rodolfo denota indignación en sus palabras: “tienen que haber más policías, más detenciones, así se termina con todo esto”. Al parecer, los más de 1100 efectivos policiales destinados al evento no son suficientes.
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Avenida 8 de Octubre y Jaime Cibils. Sector tricolor. No se ve a nadie con colores aurinegros, es todo rojo, azul y blanco. Un grupo de veinteañeros caminan por la avenida rumbo a la sede del Club Nacional de Football, lugar de encuentro de la barra brava; cantan, gritan, fuman y toman alcohol sin importarles los probables controles de alcoholemia a los que podrían ser sometidos. “Vienen borrachos, algunos están tomando desde la mañana”, asegura Hilda Rocha, vecina que reside en la calle Jaime Cibils a una cuadra de la sede. “A la vuelta, cuando termina el partido es peor; siempre hay corridas, pedradas, vidrios rotos y problemas con la policía”; “a mi nieto, que viene siempre con el auto le pido por favor que lo entre. No va a ser la primera vez que algún coche se quede sin vidrios” agrega con propiedad.
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Más cercano al Centenario, Pablo Taboada de 36 años camina alrededor de su puesto gritando repetidamente y con voz grave: “¡banderas!”. “Tenés que estar atento de que no pase alguno de vivo y te quiera robar alguna”, cuenta Pablo mientras le da el cambio a un cliente. “Es un ambiente complicado, pero la mayoría es gente de bien, son los menos los malandros”. Pasa un padre con sus dos hijos y se lleva dos banderas de Nacional; “le guste a quien le guste hoy es cuando más vendemos” dice con una sonrisa.
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Se acerca la hora del partido. Algunas pequeñas corridas, embotellamiento para ingresar, nada más. En la radio afirman que son más de 300 los detenidos por disturbios de distinta índole. Algunos opinan que no parece en partido de fútbol, que se asimila a una guerra por el ambiente previo que se vive; otros aprovechan para ganar algún peso extra; 50.000 personas lo viven pasionalmente dentro del coloso de cemento y otras tantas desde su casa o desde bares; 22 jugadores dejan su máximo esfuerzo en la cancha. Lo cierto, es que el superclásico entre Nacional y Peñarol repercute directa o indirectamente en todo un país.
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